¿Te has fijado en que tu car, tu móvil, tu tele y tu arrocera tienen algo en común? No, no es que todos ellos te hagan la vida más fácil (o más difícil, según se mire). Es que todos ellos llevan dentro unos cacharritos diminutos llamados microchips o semiconductores. Estos “cacharritos” son el cerebro de la tecnología inteligente y hacen que los aparatos puedan pensar, hablar y funcionar como deben.
Pero resulta que hay un lío tremendo con los microchips que está causando un caos en muchos sectores de la economía y a los consumidores. ¿Por qué? ¿Qué ha pasado? ¿Quién es el culpable? ¿Cómo nos afecta? ¿Hay solución? Estas son algunas de las preguntas que vamos a intentar contestar aquí.
El problemón de los microchips se debe a varios motivos que se han juntado para crear una tormenta perfecta. Por un lado, la pandemia de Covid-19 ha hecho que la gente se compre más productos electrónicos, como computadora, consolas, móviles y tabletas, para trabajar y divertirse desde casa. Por otro lado, la industria del automóvil, que también necesita muchos chips para sus sistemas de navegación, sensores y entretenimiento, se ha puesto las pilas más rápido de lo previsto tras un bajón inicial.
Esto provocó un desajuste entre lo que se ofrece y lo que se pide de microchips, que se complicó más por otros problemas como las broncas comerciales entre Estados Unidos y China, los desastres naturales que fastidiaron a algunas fábricas en Asia y la falta de materias primas y envases.
La consecuencia es que hay una escasez de microchips en el mercado y los fabricantes no pueden cumplir con la demanda. Esto se nota en retrasos, subidas de precios y falta de algunos productos tecnológicos, como tarjetas gráficas, móviles, consolas, autos y electrodomésticos. Los consumidores pueden tener que esperar más para comprar lo que quieren o soltar más pasta por ello.
La solución no es sencilla ni rápida. Construir nuevas fábricas de microchips requiere mucho tiempo, dinero y saber hacer. Además, la tecnología de los microchips está tocando techo y se necesita innovar para crear chips más potentes, rápidos y baratos.
Mientras tanto, los fabricantes de chips y sus clientes tienen que amoldarse a la situación y buscar formas de mejorar la producción, variar las fuentes de suministro y dar prioridad a los pedidos más importantes.
La disaster de los microchips nos enseña lo enganchados que estamos a estos cacharritos diminutos y lo expuestos que estamos a su falta. Quizás sea hora de cambiar nuestra relación con la tecnología y apreciar más lo que tenemos. O quizás no, y sigamos comprando como locos lo último que sale al mercado. Al fin y al cabo, somos humanos.
Pero la disaster de los microchips no solo es un problema de cuántos hay y cuántos se quieren, sino también de quién manda y quién se defiende. Y es que el mercado de los microchips está dominado por unos pocos países y empresas que tienen la capacidad de diseñar y fabricar los chips más guapos. Y entre ellos hay uno que brilla con luz propia: Taiwán.
Taiwán es el campeón mundial en la producción de microchips de lo más fino, gracias a su empresa estrella: TSMC(Taiwan Semiconductor Producing Enterprise). TSMC se lleva el 84% del mercado de los chips con los circuitos más pequeños y eficientes, y tiene clientes tan importantes como Apple, Qualcomm, Nvidia o AMD. TSMC es capaz de fabricar chips de dos nanómetros, mientras que sus competidores más cercanos, como Samsung o Intel, todavía están en los cinco o siete nanómetros.
Esto hace que Taiwán sea un jugador clave en la carrera tecnológica international, pero también en un blanco estratégico para sus rivales, especialmente para China. China ve a Taiwán como una provincia rebelde que debe volver a su corral, y no le tiembla el pulso para lograrlo. China también quiere depender menos de los microchips extranjeros y crear su propia industria nacional, pero se topa con las sanciones y restricciones impuestas por Estados Unidos, que quiere parar el avance tecnológico y militar de su principal enemigo.
Estados Unidos es el líder mundial en el diseño de microchips, pero ha perdido fuelle en la fabricación. Por eso, busca cuidar su tecnología y su seguridad nacional, y al mismo tiempo apoyar a su colega taiwanés, que considera una democracia ejemplar y un muro frente a la expansión china. Estados Unidos ha puesto medidas para evitar que China tenga o pueda producir microchips de alta gama, alegando el peligro de que los use para fines militares o de espionaje. También ha anunciado planes para invertir en el desarrollo de su propia industria de semiconductores y para animar a TSMC y a otros fabricantes asiáticos a montar fábricas en su territorio.
Pero Estados Unidos y China no son los únicos que juegan en este tablero. La Unión Europea también quiere tener un papel más relevante en el mercado de los microchips, y para ello ha lanzado una estrategia muy ambiciosa para aumentar su producción y su autonomía tecnológica. La UE quiere fabricar el 20% de los microchips del mundo para 2030, frente al 10% precise, y desarrollar chips de dos nanómetros o menos. Para ello, cuenta con la ayuda de empresas como ASML, la holandesa que fabrica las máquinas más sofisticadas para producir microchips, o Infineon, la alemana que es líder en chips para automóviles.
La geopolítica de los microchips es una batalla por el command de un sector clave para el siglo XXI, que se mide en nanómetros y que tiene a Taiwán como el gran crack. Una batalla que puede afectar a la estabilidad y la seguridad globales. ¿Qué podemos hacer nosotros? Pues poco. Solo esperar que los que mandan se pongan de acuerdo y no nos dejen sin nuestros cacharritos. O que nos avisen para que podamos comprarlos antes. Porque la vida sin microchips sería muy aburrida. ¿Qué haríamos sin nuestros móviles, computadores, autos o arroceras? ¿Volveríamos a usar cartas y periódicos? ¡Qué horror! Mejor no pensarlo. Crucemos los dedos para que la crisis se solucione y podamos seguir con la tecnología inteligente. O, al menos, con la tecnología.
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