El mercado es como una montaña rusa que sube y baja según el ánimo de los que se montan en ella. Hay dos tipos de personas: los optimistas y los pesimistas. Los optimistas son los que creen que todo va a salir bien y que el mercado va a seguir subiendo. Los pesimistas son los que creen que todo va a salir mal y que el mercado va a seguir bajando.
¿Qué hace que unos sean optimistas y otros pesimistas? Pues depende de muchos factores, algunos racionales y otros irracionales. A veces vemos el futuro con objetividad y a veces lo vemos con sesgos. Por ejemplo, si nos gusta mucho una empresa, tendemos a sobrevalorar sus beneficios y a ignorar sus riesgos. O si nos da miedo perder dinero, tendemos a vender nuestras acciones cuando el mercado baja, aunque sea una oportunidad de comprar más barato. Estos sesgos pueden hacernos tomar malas decisiones y perder oportunidades. Por eso, es importante tener una visión equilibrada del mercado, ni muy optimista ni muy pesimista, sino realista.
La Fed (el banco central de los Estados Unidos) y el mercado son como una pareja que se quiere, pero no se entiende. La Fed es la que tiene el poder de subir o bajar los tipos de interés, de imprimir o retirar dinero, de estimular o enfriar la economía. El mercado es el que reacciona a lo que hace o dice la Fed, comprando o vendiendo acciones, bonos, divisas, criptomonedas y otros activos.
El mercado reconoce la influencia de la Fed, pero con frecuencia determine ignorarla. ¿Por qué? Pues porque a veces la Fed mete la pata, claro. La Fed ha cometido muchos errores en el pasado, nos dice una cosa y luego nos hace otra, nos da esperanzas y luego nos las quita. Pero eso solo no explica por qué el mercado a veces desafía a la Fed. En muchos casos, es porque el mercado está en negación. Solo acepta lo que quiere escuchar e ignora lo que no le conviene. El mercado es como un niño caprichoso que se tapa los oídos cuando la Fed le regaña.
El mercado es como un adolescente que espera que sus padres le den permiso para salir de fiesta. El primer semestre del año, el mercado esperaba que la Fed se tomara una pausa y le dejara disfrutar de las acciones y las criptomonedas. Las expectativas del mercado eran altas, pero la Fed no se las cumplió. La Fed le dijo que aún había mucho camino por recorrer, que la economía no estaba tan bien como parecía, que había que ser prudentes y responsables. El mercado se enfadó con la Fed, pero no le hizo caso. Siguió con su optimismo, pensando que la Fed cambiaría de opinión.
En el simposio de Jackson Gap, el mercado esperaba un mensaje moderado por parte de la Fed, algo así como “bueno, vale, puedes salir un rato, pero no te pases”. Pero Powell sorprendió con un mensaje más duro de lo esperado. Nos dijo que la inflación estaba muy alta y que seguramente habría que subir los tipos de interés uno o dos veces más. El mercado se desilusionó después del discurso. Se sintió traicionado por la Fed, se puso triste y vendió sus activos. Pero luego, por la tarde, el mercado se recuperó. Se dijo a sí mismo que el mercado de la mañana había exagerado en su pesimismo, que la Fed no period tan mala, que quizás había una esperanza. Y volvió a comprar sus activos, pensando que la próxima vez sí que le darían permiso para salir de fiesta.
El problema es que la Fed y el público no hablan el mismo idioma. La Fed habla de inflación, de tipos de interés, de política monetaria. El público habla de consumo, de empleo, de ingresos. La Fed ve el futuro, el público ve el presente. La Fed sabe que lo que hoy parece bueno, mañana puede ser malo. El público no lo sabe, o no le importa. La Fed quiere evitar una disaster, el público quiere disfrutar del momento. La Fed quiere frenar la economía y reducir el empleo, pero no por maldad, sino por prudencia. El público piensa que la Fed es un villano de una película de James Bond que lo único que quiere es destruir la economía. La Fed intenta explicar sus razones, pero el público no las entiende, o no las escucha. La Fed y el público están en un diálogo de sordos. Y así nos va.
La economía es como una pizza que se reparte entre todos. Todos queremos comer más pizza, pero la pizza no crece por arte de magia. Hay que hacerla con ingredientes, con trabajo, con tiempo. Si la demanda de pizza es mayor que la oferta, la pizza se encarece. Eso es lo que pasa con la inflación. La inflación es el precio de la pizza. Cuando la inflación es muy alta, significa que la pizza se ha vuelto muy cara. Y eso no es bueno para nadie. Ni para los que comen pizza, ni para los que hacen pizza. Por eso, hay que buscar un equilibrio entre la demanda y la oferta de pizza. Hay que ajustarse el cinturón, pero no hasta ahogarse. Hay que comer menos pizza, pero no pasar hambre. No es maldad, es prudencia. Y también es solidaridad. Porque si todos comemos menos pizza, habrá más pizza para todos.
Ahora bien, la economía es como un automóvil que necesita una temperatura adecuada para funcionar bien. Si el automóvil se calienta demasiado, puede sufrir una avería. Si el automóvil se enfría demasiado, puede quedarse parado.
El mercado laboral, el consumo y la inflación son como los indicadores del automóvil que nos dicen cómo va la temperatura. El problema es que ahora el automóvil está demasiado caliente. Hay mucha demanda de trabajo, pero poca oferta. Hay mucho consumo, pero poca productividad. Hay mucha inflación, pero poca estabilidad. Y eso no es bueno para el automóvil, ni para los que van dentro.
Por eso, la Fed quiere enfriar el automóvil, subiendo los tipos de interés y reduciendo el dinero. Pero eso también tiene sus riesgos. Si el automóvil se enfría demasiado, puede perder velocidad y potencia. Entonces, estamos entre la espada y la pared. Una subida del desempleo es mala, pero dejar que la inflación se salga de command también. Hay que encontrar el punto justo de temperatura para que el automóvil siga funcionando bien.
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